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Había una vez una familia muy pobre que vivía en un pueblo pequeño, pequeño, entre las montañas de la Sierra. Dicha familia la formaban la madre y dos niños pequeños. Eran muy pobres porque no tenían bienes y además, el padre había muerto.
El niño mayor se llamaba Paco y el pequeño, Juan, pero le apodaban «Cabecita de ajo» porque era tan chiquitín como una cabeza de ajo. A pesar de ser tan chiquitín, era muy espabilado, de tal forma que se enteraba de todo lo que ocurría en el pueblo.
Un día de frío invierno iba caminando por la calle cuando, de pronto, creyó oír un chismorreo de voces de hombre y como era tan curioso, se metió por un agujero de la puerta y llegó hasta donde estaban los hombres hablando. Eran cuatro ladrones que se estaban repartiendo unas monedas de oro que habían robado y decían
– Esta pa’ ti, esta pa’ mí.
Sorprendido, «Cabecita de ajo», contestaba
– Y pa’ mí, ¿no hay nada?
Pero como era tan pequeño, no le oían los hombres. Continuaban repartiendo el dinero diciendo
– Este pa’ ti, este pa’ mi. Este pa’ ti, este pa’ mí.
– Y pa mí, ¿no hay nada?- decía «Cabecita de ajo»
Al final, terminaron de repartir el dinero, habiendo llenado cuatro bolsas. Cuando teminaron, se dijeron
– ¡Vayamos a celebrarlo a la taberna!
Viendo «Cabecita de ajo» que se habían marchado, cogió las cuatro bolsas de monedas y se las llevó a su casa. Se las enseñó a su madre y le dijo
– Mamá, ya no seremos más pobres, ya no necesitarás trabajar. A partir de ahora, seremos ricos.
Y su madre le dijo
– ¿Cómo es eso hijo mío?
«Cabecita de Ajo» le contó lo que había ocurrido.
– Pero debemos estar atentos porque cuando se enteren de que les hemos quitado el dinero, vendrán a casa para recuperarlo. Pero no te preocupes, como soy tan pequeño, les haré una visita otra vez y sabré lo que traman.
Al poco tiempo, los cuatro ladrones salieron de la tasca y regresaron a su casa. Cuando llegaron, comprobaron que no tenían el dinero y dijeron
– ¿Quién se lo habrá llevado?
Sorprendidos por todo ello, uno de ellos dijo
– Cuando estábamos repartiendo el dinero y decíamos «Este pa’ ti, este pa’ mí» creí oír una voz que decía «Y pa’mí, ¿no hay nada?”
– En el pueblo hay un niño muy pequeño que le dicen «Cabecita de Ajo» que al ser tan pequeño, muy bien nos podía haber visto y oído y después llevarse el dinero.
Nuestro amigo, «Cabecita de ajo», estaba detrás de la puerta escuchando la conversación. Los cuatro hombres dijeron
– Esta noche iremos a su casa, nos descolgamos por la chimenea y le quitaremos otra vez el dinero.
Le dijo a su madre
– Mamá, esta noche, estos hombres quieren venir a casa por la chimenea y quitarnos el dinero.
Su madre le dijo
– No te preocupes hijo. Pondremos un caldero de aceite y lo pondremos en la chimenea a hervir, y cuando bajen, se meterán en el caldero de aceite hirviendo.
Efectivamente, aquella noche, los ladrones se descolgaron por la chimenea, pero «Cabecita de Ajo» y su madre atizaban el fuego para hervir el aceite.
Cuando llegaban los ladrones, les pinchaban y los metían en el caldero de aceite hirviendo y se morían.
Y así terminó la aventura de nuestro amigo «Cabecita de ajo».
Con el dinero que habían robado a los ladrones no pasaron nunca más necesidad, pero como tenían tanto, pudieron repartir el dinero con los pobres del pueblo y así
vivieron todos felices y
comieron perdices…
Y a nosotros nos dieron
¡con el plato en las narices!
¡Ah! Y no penséis que «Cabecita de Ajo» era un ladrón, porque como dice el refrán
«El que roba a un ladrón,
tiene 100 años de perdón».